jueves, 15 de diciembre de 2016

LA REDENCIÓN DEL CREYENTE

“…quien llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.” 1 Pedro 2:4

La primera epístola del apóstol Pedro nos ofrece una inteligente visión de los sufrimientos y la muerte de Cristo, el tema de más importancia en el Nuevo Testamento. El apóstol acostumbra a introducir este tema cuando habla de la conducta del creyente. Es como si fuera una pauta a seguir para aquellos creyentes que quieren andar en el ejemplo de Jesucristo, hasta el extremo del sufrimiento y la muerte.

Tan pronto como el apóstol habla de la cruz, inmediatamente nos habla del poder redentor de esa cruz. Esto demuestra que nuestros sufrimientos no podrán jamás redimirnos, solo los sufrimientos de Cristo tienen valor redentor. Veamos sus palabras: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu.” Esta es la esencia del mensaje de la redención. Notemos que, según el apóstol Pedro, “Cristo llevó El mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.”

Veamos inmediatamente que Cristo llevó un gran peso sobre sí. El pecado trajo miseria y sufrimiento a la humanidad. Es como un peso que nos ahoga. Así lo expresa el salmista David: “Porque mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí” (Salmos 38:4). La literatura contemporánea expresa este sentimiento de culpa por el pecado y, a través de símbolos y figuras nos revela la misma verdad, la necesidad de una redención.

El peso del pecado se nos revela en dos lugares: Primero, en el huerto de Getsemaní, donde Cristo sudó sangre y agua diciendo: “Padre, si es posible, pasa de mí éste vaso”. El otro lugar fue en la cruz del calvario, donde Cristo, en medio del peso horrendo del pecado humano, exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. El apóstol Pedro nos recuerda solemnemente que Cristo sufrió en el madero.

Notemos, al mismo tiempo, que ningún hombre podía llevar el peso de los pecados sino Jesucristo. Es, pues, totalmente imposible poder explicar el significado de la cruz, aparte de aquel que murió en ella. Por esto, cualquier desviación en la doctrina de la divinidad de Jesucristo tiene consecuencias incalculables para la doctrina de la redención. Jesucristo sufrió por nosotros en su capacidad de Dios y hombre, lo que hace su sacrificio infinito a los ojos de Dios. Esta es la redención que necesitamos.
Esta maravilla de la redención por Jesucristo, Dios y hombre a un mismo tiempo, nos demuestra la grandeza del amor divino. Era necesario que Jesucristo fuese Dios, porque solo como tal podía sufrir el castigo infinito de nuestros pecados. Pero también Jesucristo tenía que ser hombre, porque era preciso castigar a la naturaleza humana que había pecado.

El apóstol Pablo establece un paralelo muy apropiado entre nuestro primer padre, Adán, que pecó en el jardín del Edén, y Jesucristo, el segundo Adán, que nos redimió en la cruz. Dice así el apóstol Pablo: “Porque, así como por la desobediencia de un hombre (Adán) los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno (Jesucristo), los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19).

El Nuevo testamento pone gran énfasis en la cruz, porque sin ella la redención hubiera sido imposible. La frase “es necesario” ocurre muchas veces cuando los evangelios nos hablan de la cruz. Dice Juan: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado” (Juan 3:14).

Observemos, finalmente, el gran cambio que fue operado por la cruz. El apóstol Pedro nos recuerda: “Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”. Cristo no sufrió sólo espiritualmente, sino que su sufrimiento en la cruz fue también físico y real. Cristo pagó por nuestros pecados, nuestra culpa calló sobre El, y su justicia nos fue dada gratuitamente y por fe. El apóstol Pablo dice: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El” (2 Corintios 5:21).

Dios se olvidó de su mismo Hijo en la cruz, para que nosotros pecadores no fuéramos jamás olvidados de su amor y misericordia. Un antiguo legislador griego llamado Seleuco hizo un decreto de que cualquier persona en su reino que fuera tomada en adulterio perdería sus dos ojos. Poco después de tal decreto, su hijo fue apresado culpable de tal ofensa. El pueblo, conmovido, intercedió, pero Seleuco, que era a la vez juez y padre, comprendió que la justicia debía ser satisfecha, y que su amor no debía anular su deber como juez. Mandó al verdugo que sacara un ojo primero a él y luego otro a su hijo. Seleuco mezcló el amor con la justicia, pero cuando Cristo murió no compartió su sufrimiento con nosotros. El pagó la pena del pecado solo. La Biblia nunca dice que sufrió juntamente con nosotros, sino muy al contrario, que sufrió por nosotros.

El apóstol Pedro nos indica que el propósito de tan cruel sacrificio fue para que nosotros pudiéramos vivir a la justicia. Jamás hubiéramos escapado de la justicia divina si Cristo no hubiera interpuesto su amor y su sacrificio.

Con anterioridad hemos tratado de explicar la vocación a la cual el creyente ha sido llamado, pero esto no quiere decir que ninguno de nuestros lectores haya sido olvidado. La vocación cristiana es un camino muy hermoso a seguir. Produce grandes frutos espirituales en la vida de aquellos que van por él. Ciertamente entraña un número de deberes, pero estos no son imposibles de llevar a cabo con la ayuda de Jesucristo. Sin embargo, para andar en este camino hay que dar el primer paso. La Biblia nos enseña con mucha claridad cómo esta salvación que Cristo llevo a cabo en la cruz puede ser nuestra, y cómo podemos dar el primer paso en el camino de la vocación cristiana.

Querido lector, si nunca has escuchado el mensaje del arrepentimiento y perdón de pecado, lee y medita con atención las palabras siguientes del apóstol Pablo: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.” Romanos 10:9-10

Todo lo que hace falta es una sincera confesión de fe. No pases nuevamente esta oportunidad de acercarte a Cristo. Confiésalo hoy mismo y esta redención que Cristo obró una vez para siempre en la cruz será la tuya propia. ¡Que así sea! Amén.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

UN ACUERDO

"Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: de todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás." Génesis 2:16-17

El hombre fue hecho para alabar a Dios. El hombre también recibió instrucciones sobre cómo alabar a Dios, puesto que Dios entró en un acuerdo, en un pacto, con el hombre. Esto se llama el Pacto de las obras. 

Al hacer este pacto Dios le mostró al hombre el árbol de la ciencia del bien y del mal y le dijo: del tal no comerás. A este mandamiento Dios añadió una amenaza: "...el día que de él comieres, ciertamente morirás." E implicada en esta amenaza está la promesa: Si no comes de este árbol, si me obedeces, vivirás. El hombre respondió prometiendo que obedecería a Dios, lo cual le permitiría gozar de una vida perfecta y sin fin.

De tal manera Dios hizo un acuerdo con el hombre. Los elementos de este acuerdo, de este pacto, indicaban que el hombre alabaría a Dios obedeciéndole. El hombre glorificaría a Dios usando aquello que Dios le había dado para tal propósito.

Es cierto que el hombre rompió este pacto con su pecado, pero también es cierto que el hombre todavía debe alabar a Dios con su obediencia. Hoy no es domingo tal vez. Quizá no vayamos hoy a la iglesia na adorar al Señor. Esto, sin embargo, no significa que no hemos de alabar a Dios. Bien podemos hacerlo. Debemos hacerlo. ¿Cómo? Obedeciéndole. Actuando como él quiere que actuemos, diciendo lo que quiere que digamos y siendo lo que Él quiere que seamos.

Que sea éste un  día de alabanza a Dios. Que confesemos que somos hijos suyos y lo hacemos con alegría. Que su Espíritu nos ayude a obedecerle, de manera tal que podamos vivir para Su Honra y Gloria en alabanza.