martes, 17 de agosto de 2010

“EL DIOS QUE HABLA”

(Hebreos 1:1,2)

Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo.


El Dios cristiano es un Dios que habla, no un fetiche, ni un amuleto, ni un problema filosófico, ni una disquisición teológica. Es una persona creadora que se interesa incesantemente por las personas creadas. Si algo define el carácter de Dios, es su agonía por darse a conocer a los hombres. Dios está constantemente hablando, y su más grande anhelo es ser oído por sus hijos. Esta es la reveladora afirmación que hace el autor de la carta a los hebreos, ya en las primeras palabras de la epístola: que Dios habló en otro tiempo a nuestros padres por los profetas. ¿Por los profetas? ¿No es verdad que estos mensajes de los profetas nos lucen excesivamente lejanos en el tiempo y la distancia? ¿No es verdad que cuesta esfuerzo el pensar que tienen alguna relación con nuestro mundo actual? Sin embargo, bien sabemos que fueron lanzados al viento y escritos en los pergaminos también para nosotros en el día de hoy.

Si tenemos claro el concepto de lo que es la iglesia, así lo entenderemos. Porque la iglesia del Señor es la misma desde los antiguos tiempos. Desde Abraham por lo menos, cuando Dios constituyó una comunidad con un propósito, el más sublime de todos los propósitos: el de un pueblo seleccionado y elegido para dar testimonio del amor y del poder del altísimo. Después de la liberación milagrosa en Egipto, los israelitas se movieron hacia la tierra prometida, conscientes de su destino histórico ahí bajo la dirección de Josué y de sus descendientes, se mantuvieron firmes, a pesar de las amenazas y los asaltos de muchos enemigos. Y fue en tiempos del rey David cuando la comunidad se hizo nación, y alcanzo la cima del prestigio y de la gloria. Pero durante el reinado opresor de Salomón, bajo la falsa superficie de una aparente prosperidad, comenzó la inquietud del pueblo, y a la muerte del rey exploto el volcán de la guerra civil.

El reino hasta entonces unido se dividió en dos, el del norte y el del sur. Y sucedió que no solo se entablaron batallas fratricidas, sino que ambos reinos fueron a su vez avasallados y conquistados por los poderes imperialistas del cercano oriente. El reino del norte fue arrasado primeramente por los asirios; y el del sur, poco más de un siglo después, cayó bajo el poderío de los babilonios. Es en medio de este periodo tumultoso que hacen su aparición los profetas. Hombres como Samuel, Elías, Amos, Oseas, Isaías, Jeremías y Ezequiel; hombres de tremendo coraje y de inconcebible lealtad al señor. Fueron ellos los que sirvieron de hilo conductor para que resonase en las paredes de los siglos aquellos la voz de Jehová, el señor de los ejércitos.

Si se quiere una definición de profeta, hela aquí: profeta es uno que transmite el mensaje de un Dios que habla. Porque todavía hay gentes en nuestras iglesias que creen que un profeta es un palmista, un adivino o un mago. El verdadero profeta de Israel fue aquel que supo interpretar en el nombre del señor las crisis históricas del pueblo escogido, a la luz del pacto de lealtad establecido desde los tiempos de Abraham. Y no fue como todavía creen muchos uno que anunciaba meramente las desgracias del futuro, sino alguien que hablo de las más urgentes situaciones y necesidades del presente histórico. Como bien dijo Francisco de Sales: "en la conjugación religiosa, el tiempo presente es el que más cuenta". Y si algunos de los mensajes de los profetas de Israel encajan en nuestro mundo y en nuestra condición de hoy, es porque los sucesos se reproducen cualitativamente. Y el mensaje del señor está vigente desde la eternidad y hasta la eternidad, como un faro esplendoroso que ilumina las noches de todos los siglos.

De otra manera: nuestro Señor es también Señor de la historia. Como bien dice el profeta Daniel: "el muda los tiempos y las condiciones; el quita reyes y pone reyes". El usa como instrumentos a su pueblo y a los enemigos de su pueblo. Su poder no conoce límites: "el da sabiduría a los sabios, y ciencia a los entendidos; el revela las cosas profundas y secretas…. Y la luz mora en él". Y si creemos esto, que nuestro Dios es también el Dios de la historia, hemos de aprender a captar el mensaje de un Dios que habla en cada acontecer. Esta es una verdad que los mexicanos deben recibir como un aporte de la iglesia al espíritu nacional. Hay ocasiones cuando Dios habla al estado por medio de la iglesia; otras cuando habla a la iglesia por medio del estado. Yo, por lo menos, creo que Dios ha hablado en los sucesos de estos últimos años, en los que he sido un espectador y un oidor muy interesado.

Yo creo percibir lo que Dios nos ha querido decir: que no confiemos en los hombres más que hasta el límite en que los hombres se hacen Dioses; Que no podemos ser incondicionales seguidores más que de Jesucristo; que aun en medio de la mayor libertad política puede haber la más horrible esclavitud en el pecado y la corrupción. Que el afán de riquezas, de gloria y de poder, puede trastornar a un hombre hasta convertirlo en un infrahumano, en una bestia…. Y he recibido también el mensaje de un Dios que habla en este proceso social, democrático, religioso, político y económico de ahora, en el México violento. ¿Cómo es posible que la iglesia mexicana presbiteriana no haya tenido algo que decir en tantos años, marginada de todo empeño de justicia social? ¿Cómo explicar nuestra ceguera ante tanto hombre explotado, ante tanto fraude electoral, ante tanto niño abandonado, maltratado, descalzo y lleno de parásitos? He pensado a veces que fue para nosotros que el señor Jesús dijo estas palabras: "apartaos de mi malditos…. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber…. Desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Porque no lo hicisteis a ninguno de mis hermanos pequeñitos, ni a mí lo hicisteis".

Lo de hablar por medio de los profetas fue en el antiguo tiempo. Pero el escritor continua: "en estos postreros días nos ha hablado a nosotros por su hijo". Es que la voz de Dios se afina, y se hace más nítida y perceptible, en la misión de Jesucristo. En él, que es la suprema revelación de Dios, el mismo Dios en forma de hombre, todas las otras revelaciones tienen sentido y mensaje. Todas las otras voces, las de la naturaleza, las de la historia, las de la biblia armonizan con la de Jesucristo, y solo con ella, y únicamente así se produce la sinfonía perfecta.
Esta es precisamente la tarea de la iglesia presbiteriana en este momento histórico: que el pueblo escuche la voz de Jesucristo. En medio del tumulto de voces que quieren hacerse oír, la de Jesucristo debe ser directora y orientadora. Solo así andará nuestra nación por caminos de victoriosa solidaridad.
Pero insisto en que esta es responsabilidad de la iglesia, es decir, nuestra. Somos nosotros la comunidad de los creyentes en Jesucristo los que tenemos que perifonear esta verdad: ¡¡¡El Señor reina!!!

Hasta aquí está todo bien, si las cosas suceden tal como las hemos planteado. Pero supongamos que se aplica a nuestro caso lo que el propio autor de la carta a los hebreos señala al comienzo del segundo capítulo. "Por lo cual debemos dar más solicita atención a las cosas que hemos oído, no sea que acaso, como vasos rajados, las dejemos escurrir". ¡Vasos rajados! ¿Pudiera acaso pensarse en un símil más elocuente? Nosotros, los que hemos tenido el gran privilegio de oír indistintamente la voz de Dios que nos habla, pudiéramos estar muy bien comprendidos en esta clasificación: ¡vasos rajados!
Un vaso rajado es solo apariencia, porque para nada sirve. Todo lo que en él se eche se escurre gota a gota, y al cabo de algún tiempo esta tan vacio como antes. Ni siquiera sirve para hacer resonar una nota, porque la rajadura se la traga, y lo que se escucha no es más que el golpe seco de un cuerpo sin vida.

Nuestra capacidad para retrasmitir al pueblo mexicano el mensaje de un Dios que habla, dependerá de que no seamos vasos rajados. Si nuestra fe se mantiene integra en todo tiempo, si nuestra confianza en el señor de la historia se mantiene incólume en todas las circunstancias. Si nuestra esperanza en el reinado final de Jesucristo no sufre variación alguna, entonces sí que somos buenos depósitos de la verdad de Dios, y buenos hilos conductores de su empeño redentor.

Dios habla: "quien tiene oídos para oír, oiga".