LA REDENCIÓN DEL CREYENTE
“…quien llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre
el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la
justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.” 1 Pedro 2:4
La primera epístola del apóstol Pedro nos ofrece una
inteligente visión de los sufrimientos y la muerte de Cristo, el tema de más
importancia en el Nuevo Testamento. El apóstol acostumbra a introducir este
tema cuando habla de la conducta del creyente. Es como si fuera una pauta a
seguir para aquellos creyentes que quieren andar en el ejemplo de Jesucristo,
hasta el extremo del sufrimiento y la muerte.
Tan pronto como el apóstol habla de la cruz, inmediatamente
nos habla del poder redentor de esa cruz. Esto demuestra que nuestros
sufrimientos no podrán jamás redimirnos, solo los sufrimientos de Cristo tienen
valor redentor. Veamos sus palabras: “Porque también Cristo padeció una sola
vez por los pecados, el justo por los injustos para llevarnos a Dios, siendo a
la verdad muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu.” Esta es la
esencia del mensaje de la redención. Notemos que, según el apóstol Pedro,
“Cristo llevó El mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.”
Veamos inmediatamente que Cristo llevó un gran peso sobre
sí. El pecado trajo miseria y sufrimiento a la humanidad. Es como un peso que
nos ahoga. Así lo expresa el salmista David: “Porque mis iniquidades se han
agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí” (Salmos
38:4). La literatura contemporánea expresa este sentimiento de culpa por el
pecado y, a través de símbolos y figuras nos revela la misma verdad, la
necesidad de una redención.
El peso del pecado se nos revela en dos lugares: Primero, en
el huerto de Getsemaní, donde Cristo sudó sangre y agua diciendo: “Padre, si es
posible, pasa de mí éste vaso”. El otro lugar fue en la cruz del calvario,
donde Cristo, en medio del peso horrendo del pecado humano, exclamó: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. El apóstol Pedro nos recuerda solemnemente
que Cristo sufrió en el madero.
Notemos, al mismo tiempo, que ningún hombre podía llevar el
peso de los pecados sino Jesucristo. Es, pues, totalmente imposible poder
explicar el significado de la cruz, aparte de aquel que murió en ella. Por
esto, cualquier desviación en la doctrina de la divinidad de Jesucristo tiene
consecuencias incalculables para la doctrina de la redención. Jesucristo sufrió
por nosotros en su capacidad de Dios y hombre, lo que hace su sacrificio
infinito a los ojos de Dios. Esta es la redención que necesitamos.
Esta maravilla de la redención por Jesucristo, Dios y hombre
a un mismo tiempo, nos demuestra la grandeza del amor divino. Era necesario que
Jesucristo fuese Dios, porque solo como tal podía sufrir el castigo infinito de
nuestros pecados. Pero también Jesucristo tenía que ser hombre, porque era
preciso castigar a la naturaleza humana que había pecado.
El apóstol Pablo establece un paralelo muy apropiado entre
nuestro primer padre, Adán, que pecó en el jardín del Edén, y Jesucristo, el
segundo Adán, que nos redimió en la cruz. Dice así el apóstol Pablo: “Porque,
así como por la desobediencia de un hombre (Adán) los muchos fueron
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno (Jesucristo), los
muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19).
El Nuevo testamento
pone gran énfasis en la cruz, porque sin ella la redención hubiera sido
imposible. La frase “es necesario” ocurre muchas veces cuando los evangelios
nos hablan de la cruz. Dice Juan: “Y como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado” (Juan 3:14).
Observemos, finalmente, el gran cambio que fue operado por
la cruz. El apóstol Pedro nos recuerda: “Llevó él mismo nuestros pecados en su
cuerpo sobre el madero”. Cristo no sufrió sólo espiritualmente, sino que su
sufrimiento en la cruz fue también físico y real. Cristo pagó por nuestros
pecados, nuestra culpa calló sobre El, y su justicia nos fue dada gratuitamente
y por fe. El apóstol Pablo dice: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El” (2
Corintios 5:21).
Dios se olvidó de su mismo Hijo en la cruz, para que
nosotros pecadores no fuéramos jamás olvidados de su amor y misericordia. Un antiguo
legislador griego llamado Seleuco hizo un decreto de que cualquier persona en
su reino que fuera tomada en adulterio perdería sus dos ojos. Poco después de
tal decreto, su hijo fue apresado culpable de tal ofensa. El pueblo, conmovido,
intercedió, pero Seleuco, que era a la vez juez y padre, comprendió que la
justicia debía ser satisfecha, y que su amor no debía anular su deber como
juez. Mandó al verdugo que sacara un ojo primero a él y luego otro a su hijo.
Seleuco mezcló el amor con la justicia, pero cuando Cristo murió no compartió
su sufrimiento con nosotros. El pagó la pena del pecado solo. La Biblia nunca
dice que sufrió juntamente con nosotros, sino muy al contrario, que sufrió por
nosotros.
El apóstol Pedro nos indica que el propósito de tan cruel
sacrificio fue para que nosotros pudiéramos vivir a la justicia. Jamás
hubiéramos escapado de la justicia divina si Cristo no hubiera interpuesto su
amor y su sacrificio.
Con anterioridad hemos tratado de explicar la vocación a la
cual el creyente ha sido llamado, pero esto no quiere decir que ninguno de
nuestros lectores haya sido olvidado. La vocación cristiana es un camino muy
hermoso a seguir. Produce grandes frutos espirituales en la vida de aquellos
que van por él. Ciertamente entraña un número de deberes, pero estos no son
imposibles de llevar a cabo con la ayuda de Jesucristo. Sin embargo, para andar
en este camino hay que dar el primer paso. La Biblia nos enseña con mucha
claridad cómo esta salvación que Cristo llevo a cabo en la cruz puede ser
nuestra, y cómo podemos dar el primer paso en el camino de la vocación
cristiana.
Querido lector, si nunca has escuchado el mensaje del arrepentimiento
y perdón de pecado, lee y medita con atención las palabras siguientes del
apóstol Pablo: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en
tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el
corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.”
Romanos 10:9-10
Todo lo que hace falta es una sincera confesión de fe. No pases
nuevamente esta oportunidad de acercarte a Cristo. Confiésalo hoy mismo y esta
redención que Cristo obró una vez para siempre en la cruz será la tuya propia.
¡Que así sea! Amén.